LOST

Amaneció con un cielo color durazno y el olor a vapor de leche recién ordeñada. Era 1º de enero de 2012 en Navarro, y el campo todavía guardaba ecos de cohetes y petardos que habían desvelado hasta a los teros. Eran las 2 de la mañana y Pedro Godoy puso en marcha la bomba de vacío, igual que cualquier día de los últimos 30 años, un zumbido que para él era música de trabajo. Abrió el portón del corral de espera para que vayan entrando las vacas que traían del campo. Entonces lo vio: con las orejas en punta y el hocico tiznado de tierra, un perro negro, flaco, parado entre las Holando que iban entrando como si hubiese pertenecido al grupo toda la vida.

—¿Y vos de dónde saliste, che? —murmuró Pedro, sin dejar de silbar para apurar las primeras vacas en la fila de ordeño.

El perro no respondió, claro, pero tampoco se movió. Miraba a las vacas con una preocupación seria, como si las estuviera contando una por una después del susto de la medianoche. Cada explosión de pirotecnia lo había ido empujando campo adentro llegando al punto de encontrarse en medio de un rebaño manso de vacas lecheras que comía y rumiaba sin sobresaltos en medio de la noche. Allí, entre ubres y colas, el ruido del mundo parecía amortiguado.

Al rato, cuando la última pezonera se descolgó con su “plop” y la leche dejó de canturrear por los caños, Pedro se acercó con un balde de plástico verde y le sirvió un chorro tibio de leche con su espuma. El perro se lo tomó con cuidado, sin ansias, como si supiera que beber leche en el tambo es casi un ritual. Después se acostó en el borde del pasillo, lengua afuera, guardando la puerta mientras las vacas volvían hacia el campo. Cuando salía la última, se levantó y se fue siguiéndolas.

—Si querés quedarte, quedate —le dijo Pedro—. Pero acá se trabaja.

El perro se quedó. Al poco tiempo, ya todos le decían el Negro. No ladraba a las vacas ni las apuraba; las acompañaba. A la salida del ordeñe caminaba a su costado, a paso parejo, y si alguna se colgaba mirando una mariposa, él hacía un pequeño rodeo, sin chistar, hasta encarrilarla de nuevo. Conoció el boyero eléctrico desde la primera chispa que le pellizcó la nariz, y desde entonces lo respetó como una ley. Sabía por dónde pasaba el hilo, dónde los postes estaban flojos y dónde crecería pasto tierno después de una lluvia.

La rutina lo fue suavizando. En el corral de espera elegía la sombra de un paraíso y se hacía un ovillo con la paciencia de los que entienden los horarios del tambo: ordeñe, descanso, pastoreo; de nuevo ordeñe. En el invierno se arrimaba bien cerquita a un rollo de pasto deshilachado detrás del galpón, donde aún se olía la tibieza de motor, y dormía profundo con el runrún lejano de la ordeñadora como arrullo. En verano buscaba un manchón de alfalfa fresca, encogido, vigilando a “sus” vacas como un sereno de guardia.

Las vacas lo adoptaron sin asamblea. La 283 le lamía la cabeza con la lengua áspera; la 97 le cedía un pasito en la manga cuando había barro; una vaquillona más curiosa le acercaba el hocico helado a la oreja, y el Negro apenas parpadeaba, estoico. A veces se recostaba en mitad del lote, y los animales pastoreaban a su alrededor, como si fuera un mojón vivo que señalaba que todo estaba en orden. Otras veces, al regreso del ordeñe, se adelantaba por el camino y se echaba a un costado, mirando cómo los traseros manchados de barro se iban perdiendo en la niebla baja, con la satisfacción del puestero que ve el trabajo bien hecho.

—Tiene agenda propia, el Negro —decía Pedro, orgulloso—. A mí me mira y parece que me entiende; pero a las vacas, las entiende mejor.

Hubo días de lluvia con el cielo cosido de nubes y el barro intentando tragarles las botas. El Negro cruzaba igual, tanteando con las patas, y se sacudía a lo último como un balde que se vacía. Hubo mañanas de escarcha donde el alambrado sonaba como una guitarra fría y el aliento de las vacas dibujaba fantasmas; el Negro, entonces, metía la nariz en la paja y sólo asomaba un ojo, sin abandonar el puesto. Hubo también una tarde de viento norte en que las moscas enloquecieron al rodeo; el Negro caminó entre las patas, sin apuro, como si con su presencia calmara el fastidio general.

Y estaba la ceremonia de la leche. Pedro, fiel a su palabra, le apartaba un jarrito al terminar. El Negro bebía y después se quedaba con el bigote blanco, serio, como si llevara una condecoración. No pedía más. Bastaba con ese gesto diario, un apretón de manos entre hombre y perro sellado con leche tibia.

Pasaron años así, con el Negro casi invisible de tan integrado, hasta esa mañana en que la noticia cayó como granizo en la chapa: el tambo se cerraba. Los propietarios habían decidido vender las vacas. Pedro guardó silencio; el Negro inclinó la cabeza, adivinando en el aire una tristeza nueva. Vinieron los camiones. El corral de la manga se volvió pasillo de despedidas. Las vacas subían pesadamente por la rampa, cada una con su número amarillo como documento en la oreja. La 283 mugió largo, la 97 tardó dos pasos de más, la vaquillona curiosa olió la tabla antes de animarse.

El Negro no ladró. No es tarea de un guardián vociferar en los duelos. Se sentó a un costado, con la cola alineada y el cuerpo tenso, siguiendo con la vista cada movimiento. Cuando se cerró la puerta del jaula y el camión se perdió levantando polvo en el camino, el silencio del campo pareció otro, más hondo. El Negro olfateó el aire: allí quedaban el olor a estiércol, a pasto cortado, a paja húmeda… y la figura del amigo Pedro Godoy, quieto, con las manos en los bolsillos.

—Vamos, Negro —dijo Pedro por fin—. Conseguimos otro tambo. No serán las mismas vacas, pero es el mismo trabajo. Si querés venir…

El perro se levantó sin dudar. Caminó hasta Pedro, le rozó la pierna con el lomo y miró, de reojo, el portón del que ya no saldría ninguna tropa. No era una traición; era una continuidad. Al fin y al cabo, había llegado escapando del ruido, buscando refugio entre vacas, y se quedaba siguiendo una voz. La lealtad, pensó Pedro mientras cerraba con alambre el último postecito, tiene esas formas silenciosas.

Desde entonces, en el nuevo tambo, el Negro repitió la coreografía que sabía: cuidar, acompañar, esperar. Aprendió sobre otras mangas, otros potreros, otras 283 con distinto número. Pero cada tanto, cuando el cielo se pintaba durazno y alguien en el pueblo encendía un fuego artificial atrasado, el Negro alzaba las orejas y miraba lejos, como si contara, una vez más, que todas sus vacas estuvieran donde debían. Luego se echaba junto a la puerta de la sala, a la espera del jarrito de leche y del “vamos, Negro” que le confirmaba que su mundo —hecho de pasos de vaca, barro y espuma— seguía andando.

Porque algunos perros no tienen amo ni rancho: tienen oficio. Y el del Negro, desde aquella mañana de 2012, fue el guardián de las vacas de un tambo y el compañero de un hombre llamado Pedro. Y ese trabajo, mientras hubo vacas y mientras hubo Pedro, nunca lo dejó sin hacer.

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